viernes, 5 de junio de 2015

¡AQUÍ ME QUEDO…!

Hacía un calor espantoso. 
El hombre tenía los labios agrietados que la lengua, seca como la lija, repasaban de cuando en cuando, los ojos llenos de pólvora quemada y las manos aferradas a la madera caliente del máuser cuya correa de cuero se había enrollado alrededor del brazo. 
Permanecía muy quieto, tumbado sobre la arena que se iba empapando con la sangre que se le escapaba, poco a poco, en vaivenes que hacían retorcerse todas sus entrañas, desde el boquete que tenía en la barriga. 
La sangre era espesa y se le escapaba lenta pero sin remedio. 
El Cabo del “ Regimiento Ceriñola”, Mariano García Martín, consciente de que le quedaban dos ratos y un estertor, impasible al dolor y al miedo, introdujo otro peine en su fusil, cinco bellotas doradas para repartir entre el enemigo:

¡BANG...! ¡Blanco…!, uno menos… 

García buscaba un nuevo objetivo, aunque podía sentir cómo las fuerzas le abandonan en cada borbotón y el brazo derecho apenas podía tirar del cerrojo. 
El charco de sangre empapaba ya una gran porción de tierra africana.

Aquella mañana se había levantado del catre con una sensación extraña clavada en mitad de las tripas -las mismas en las que recibirá el tiro un rato después- por eso había rezado con devoción y luego su cabeza se había llenado con el recuerdo de su madre.
Rumiando aquella sensación de vacío que le oprimía el pecho, ocupó su puesto en mitad de la columna encargada de dar protección al previsto repliegue de los camaradas.
La posición de Afrau iba a ser abandonada, y lo mismo que sucedía en otras posiciones, se abandonaba a toda prisa. 


A los soldados del “Ceriñola” les había tocado en suerte la peligrosa misión de proteger los flancos de la columna y mantener entretenidos a los rifeños. 
Una misión dura y difícil y de la que todos sabían que volverían menos de la mitad con vida y otros tantos, heridos.
Pero no había otra opción, si no se protegía la evacuación aquello podía convertirse en una carnicería terrorífica como había sido la de Annual:

- ¡Nos tocó la china compadres…! - les dijo el Cabo García a sus hombres.

- ¡Pos vaya una gracia mi Cabo!
- Alguien tiene que hacerlo, y si todos echamos a correr los moros no nos dejarán vivo a ninguno… 
Sacrificándonos nosotros, algunas madres no tendrán que llorar...

Con aquel pensamiento noble y valeroso, pese al miedo y pese a saber de sobra en la boca de qué lobo se estaban metiendo, el Cabo García Martín encararía su destino aquella mañana del veintiséis de julio del año mil novecientos veintiuno.

Desde que dieron el primer paso fuera de la posición habían sido atacados por el enemigo. 
Saltando entre las peñas, las chumberas y las barrancas, protegiéndose unas a las otras cada Escuadra peleaba con valor y desprecio por la muerte. 
Las Compañías del “Ceriñola” tomaron a la bayoneta las trincheras y posiciones enemigas, que una vez capturadas, les servirían para dar cobertura a las largas y lentas filas de acémilas cargadas de heridos y de material que iban goteando desde Afrau.

Los rifeños viendo que se les escapaban de las manos el botín y la carnicería redoblaron sus esfuerzos y se lanzaron, como una jauría de perros salvajes, contra las posiciones ocupadas por los del "Ceriñola". 
La lucha llegó al cuerpo a cuerpo, a la bayoneta, al cuchillo, al escopetazo a bocajarro.
Al Cabo García Martín un disparo a muy poca distancia le entró por las tripas. La bala no llegaría a salir por detrás y se le quedaría dentro hecha añicos igual que lo estaban sus entrañas.
El dolor era terrible, casi inhumano, como si una garra de fuego le estuviese arrancado el alma a pellizcos, podía sentir su sangre chorreando patas abajo, era cálida y espesa, a Mariano se le empezó a nublar todo el mundo alrededor…

Cuando cierra los ojos inunda su cerebro la imagen del rostro entristecido de su madre y dentro de la cabeza repican sus propias palabras: “para que algunas madres no tengan que llorar…”
Entonces regresan las fuerzas a su maltrecho cuerpo en oleadas de rabia. 
Consigue incorporarse un poco retorciéndose de dolor y se introduce en el boquete de la herida todos los algodones que lleva en la mochila, las vendas que le había regalado su amigo Paco, el del botiquín, dos pañuelos limpios y todo lo que piensa que le pueda servir para taponar aquello. 
Aunque todo lo que se mete dentro se torna rojo y empapado en cuanto lo encaja en la brecha.
García adopta la posición de "cuerpo a tierra", enlaza la correa del fusil alrededor del brazo, deja que la tierra se pegue a la herida, total una infección no va a matarme -piensa-, sonríe por su propia broma y luego, con cuidado busca un objetivo y apunta:

 ¡BANG...! ¡Blanco!, uno menos… ¡Por aquí no va a pasar ni uno! -se dice a sí mismo- al menos mientras me quede aliento…

Poco rato después alcanzarían su posición algunos camaradas del Regimiento. 
La columna en retirada avanzaba a muy buen ritmo y los Escalones iban retrocediendo sin demasiados problemas. 
El "Ceriñola" estaba cumpliendo como los mejores.
Al encontrarle herido y tan grave, los soldados pretenden evacuarle hacia la retaguardia y el hospital, pero el Cabo García se niega en redondo:

- Yo ya estoy listo de papeles compañeros… Salvaos vosotros, que yo os protegeré desde aquí…

Retorcido por el dolor, que le azotaba en ardientes oleadas que se expandían desde la barriga hasta cada extremo de su cuerpo, el Cabo García allí seguía tumbado al sol inclemente y con el máuser apuntado hacia el enemigo.
A pesar de ser solamente un fusil el que les hacía frente los moros no se atrevían a asomar demasiado la cabeza. 
García resultaba certero y mortal y ya había logrado abatir a varios cabileños.

Pasaría así mucho, mucho tiempo, con el sol y la sed martirizándole, la sangre -los escasos cinco litros que tenemos en el cuerpo- escapándose gota a gota, centilitro a centilitro, despacio, empapando la arena y las piedras sobre las que estaba tumbado.
De cuando en cuando recargaba su fusil -¡cloc-clic-clac!- que estaba manchado de churretones rojos y olía a pólvora quemada y tenía el metal del cerrojo y de la recámara casi al rojo vivo:

¡BANG...!, uno menos…

Hasta su posición llegaron los hombres que formaban la retaguardia, los últimos que pasarían de regreso y que lo encontraron allí, tirado cuerpo a tierra con el gorrillo cuartelero ladeado con chulería sobre la cabeza, el charco de sangre que crecía inexorable debajo de la barriga y el ojo avizor en todo lo que se movía delante de su posición.

Los hombres que le encontraron intentaron llevárselo casi por la fuerza, pero el Cabo García se había clavado a la tierra:

- ¡Dejadme más munición que no me quedan balas! -eso les dijo a los que pretendían evacuarlo.


Los que se marchaban cabizbajos, tras haberle dejado algunos peines, se iban con los ojos arrasados por lágrimas de rabia, de ira y de orgullo.
García no les había dejado quedarse. 


- ¡Largaros...! -había dicho- ¡que vuestras madres no sean de las que lloren…!

Allí tuvieron que dejar al héroe, pues el Cabo García Martín ya lo era aunque él no lo sabía. 
Y mientras se alejaban, con aquel nudo amargo metido en la garganta, podían escuchar las detonaciones del fusil del valeroso Cabo del Regimiento “Ceriñola”, el valiente soldado que, aún herido, había preferido mantenerse firme en su puesto defendiendo a sus compañeros.
Lo pudieron seguir escuchando durante mucho, mucho rato.
Hasta que resonó un último disparo y después un silencio sepulcral cubrió el aire marroquí. 
Entonces el sol, conmovido, dejó que la sombra cubriese la tierra sobre la que un soldado español se había desangrado hasta morir.

Los rifeños al llegar por fin a la loma que había defendido el Cabo García le encontraron con los ojos todavía abiertos, apuntando. La arena a su alrededor se había convertido en un lodo sanguinolento y alrededor del cuerpo había docenas de casquillos vacíos.

El cadáver de García Martín jamás fue identificado. Con mucha suerte sus huesos reposarán hoy en día en la fosa común del cementerio de Melilla.
Se le concedería, por su bravura y sacrificio en pos de sus camaradas, la Cruz Laureada de San Fernando.
Y como al resto de aquellos bisabuelos nuestros que se dejaron la vida entre las resecas peñas del Rif, le hemos olvidado y desterrado de nuestra memoria.

Era el Cabo del Regimiento Ceriñola número 42, don Mariano García Martín, un hombre que podía haber sido evacuado pero no quiso. Prefirió, herido muy grave como estaba, sacrificarse él y poder así salvar a algún camarada

Para que no todas las madres tuviesen que llorar.

A. Villegas Glez  2012


2 comentarios:

  1. Muchas gracias Antonio.ya tengo la desfachatez y el morrro para tratarte de tu,pero seguro que sabras disculparme compañero !!!.
    Otro deleite para los ojos y los sentidos,un abrazo rojigualdo de Manuel Fernandez !!!

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  2. Muchas gracias por el relato.como siempre se me pone un nudo en.la garganta gracias por el relato y gracias a todos nuestros heroes olvidados

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