jueves, 13 de diciembre de 2012

LA INCREÍBLE VIDA DEL SANSÓN DE EXTREMADURA

Desde el mismo día en que su madre, Juana de Torres, le trajo a este mundo, allá por el año mil cuatrocientos sesenta y ocho, Diego García de Paredes crecería escuchando el continuo: ¡clang, cling, clong!, de los aceros que entrechocaban en el patio de su casa mientras su progenitor, Sancho Ximénez de Paredes, noble caballero, reconocido como valeroso durante las guerras contra los moros, entrenaba con la espada contra sus pajes o los compañeros y nobles que le visitaban.

Al tiempo que aprendía a caminar aprendía también a manejar la espada y la daga, y ya desde que era muy niño destacaría por poseer una fuerza física extraordinaria, casi sobrehumana, como si Diego hubiese nacido como un pequeño Hércules trujillano. 

Su progenitor, que era hombre despierto, le obligaría también a cultivarse en otras ciencias y artes.
Diego aprendió a leer, a escribir y las cuatro reglas, demostrando así el viejo Sancho, su padre, que además de valiente era un hombre con luces y la cabeza bien amueblada.

No se sabe muy bien si Diego, convertido ya en un muchachote cultivado, grande y fuerte, perfecto conocedor de la Verdadera Destreza y con el punto de honra tan estrecho como ancha eran su hidalguía, su generosidad y su honradez, estuvo o no estuvo en la Guerra de Granada bajo las órdenes de los Reyes Católicos.
Los cronistas no se ponen de acuerdo en la cuestión, unos dicen que sí, otros que no.

Supongo que con tanto ardor metido en las tripas desde pequeño, y comprobado que nadie era capaz de vencerte ni con la espada ni con los puños, el joven Diego se iría, sin duda, a pelear a Granada. 
Hay quien asegura que durante la de Ronda, Diego demostraría sobradamente su arrojo y su fuerza extraordinarios.
Otros dicen que se mantuvo al lado de su madre viuda, pues su padre había muerto en el año ochenta y uno del siglo, y que Diego Paredes permanecería a su lado, cuidándola, hasta que falleció en 1496.
Cualquiera de las dos versiones demuestra la nobleza del carácter de Diego, su valentía al unirse a las huestes castellanas o su hidalguía al permanecer, como cabeza de familia, junto a su vieja y apenada madre hasta que muere.

Las primeras noticias fiables sobre su vida aparecen cuando desembarca en Nápoles en el año 1496, le acompañaba su hermano Álvaro.
Su llegada coincide con un periodo de paz entre franceses y españoles, por lo que Diego se meterá hasta el cuello en la vida pícara y buscavidas que llevaban los soldados españoles destacados en Italia.
Más todavía la soldadesca inactiva que pululaba buscando la manera de ganarse el pan con la punta de la espada.
Las pasa negras el trujillano hasta que un día, visitando a un pariente suyo que vive en el Vaticano, a Diego de Paredes le buscan las cosquillas.
En plena calle una numerosa turba se arroja sobre él dispuestos a lincharlo.
El extremeño solamente contaba para su defensa con una garrota de hierro.
No sabían muy bien con quién se estaban metiendo y la cosa terminaría con cinco muertos, diez lisiados de por vida y el resto de la cuadrilla, que había tenido la mala idea de ofender a Diego de Paredes, molida a palos, contusa y espantada.

El mismo Papa de Roma, que paseaba por allí y que había visto la escabechina en primera persona, le nombra de inmediato su guardaespaldas personal.
Así Diego de Parees entraba al servicio del Papado y de los Borgia.

Nombrado Capitán de los Ejércitos Papales, y junto al cuerpo expedicionario español que mandaba el gran Gonzalo Fernández de Córdoba, participa con brillantez en la reconquista del puerto de Ostia, que había caído en manos de un mercenario vizcaíno que estaba al servicio de Francia.

Durante el asalto a la fortaleza de Montefiascone, bajo la inmensa lluvia de saetas enemigas, Diego se fue hasta las pesadas puertas, agarró las argollas de hierro y las arrancó de cuajo para espanto y pasmo de los que defendían las murallas. 
Todos miraban al español admirados aunque nadie podía dar crédito a lo que acababan de presenciar.
Pero, ahí estaban, las puertas reventadas y la fortaleza rendida.

En el año mil y quinientos la suerte de Diego cambiaría a peor.
Un arrogante, chulo y prepotente noble italiano le desafía a un lance de honor.
Era el conocido como: "César de Roma" y tenía la fama, bien ganada, de ser el mejor espadachín de toda la ciudad con no sé cuántas muertes confirmadas...

El duelo duraría un segundo, que fue el que tardó Diego en cortar la cabeza de su oponente.
¡Tump,tump,tump...!, la cabeza rodó por la hierba con los ojos del César todavía como platos.
Sin embargo el fallecido era hijo o nieto o sobrino de alguien muy importante y Diego se vería fulminantemente despojado de sus cargos, de sus honores y sería engrilletado en las oscuras cáceles papales.
Pero parecía que el Borgia se había olvidado de a quién había contratado.

Porque Diego, gracias a su fuerza extraordinaria arrancaría sin mucho esfuerzo las argollas que lo sujetaban contra la pared y luego los utilizaría, a modo de terroríficas mazas, para abrirse paso a cadenazos por entre la maraña de guardias pontificios que le salieron al paso.
Y así, de aquella manera tan discreta, se fugó de la cárcel Diego Paredes.

Para vengarse del Papa se mete a mercenario bajo las órdenes del Duque de Urbino, que era un enemigo acérrimo de los Borgia.
La fuerza de Diego ayudará al Duque a conservar sus posesiones.
Poco tiempo después, y siempre en busca de olla en la que poder mojar el pan, entraría al servicio de la poderosa familia Colonna.
Sin embargo con los famosos italianos estaría muy poco tiempo, ya que, enterado de la expedición española contra la isla de Cefalonia, que había sido tomada a sangre y fuego por los turcos hacía unos años, correría para alistarse bajo las banderas del joven y aguerrido general que mandaba aquella expedición, un tal Gonzalo Fernández de Córdoba.

La toma de la isla no resultó en exceso complicada, pero la fortaleza de San Jorge, que la dominaba, era otra cosa.
Setecientos jenízaros se habían enrocado en la fortaleza y ni los españoles ni los venecianos eran capaces de rendir sus murallas.
Usaban los turcos para la defensa unos ganchos parecidos a anzuelos que utilizaban hábilmente para enganchar a un enemigo y luego dejarlo caer desde lo alto o acercar al desgraciado a los adarves para degollarlo como a un cerdo.
Uno de los soldados a los que engancharon con los lobos fue a Diego de Paredes, para su desgracia.
De los sarracenos digo.

Diego logra que no lo suelten y lo dejen caer al vacío, después, cuando lo arriman a la muralla, el segundo error turco, le permiten que conserve su espada y su rodela.
Lo que pasó después sería comparable a Sansón con la quijada, pardiez.

Diego Paredes ciego de ira y utilizando la fuerza sobrehumana que el Señor le había concedido, arrasa los adarves enemigos para luego meterse muy dentro de la fortaleza.
 
Durante tres días y sus noches se pudieron escuchar los gritos espeluznantes que Paredes y los turcos daban dentro.
Después se acallaron y todo el mundo supuso que los turcos habían acabado, por fin, con aquel bravo compatriota, redoblándose el ardor de los asaltantes ante tan gran sacrificio.

Pero Diego seguía con vida. 
Había admirado tanto a sus enemigos que los turcos pensaron que aquella bestia extremeña sería más útil viva que muerta en caso de verse obligados a pactar una capitulación, cosa que estaba muy cercana ya que los paisanos del reo apretaban y apretaban bien.
Así que lo encerraron en una celda cargado de cadenas.
Fue el tercer y fatal error otomano.

Diego reponía fuerzas y escuchaba, muy atento, los combates de fuera, así, la mañana del definitivo asalto español y repitiendo el método usado cuando se había fugado de las cárceles papales, ¿para qué cambiar si la cosa funcionaba?, arranca de la pared las cadenas que lo retenían y comienza a repartir leña desde dentro de la fortaleza.

Cuando la batalla termina Diego Paredes estaba en mitad del Patio de Armas empapado en sangre y rodeado de jenízaros muertos o agonizantes.
Es cuando los soldados le bautizan como el Hércules de España:

-¿Quién fue el soldado que liberó a Diego Paredes...?- preguntaba interesado Gonzalo de Córdoba
-Nadie, él solito excelencia…
-¡Pardiez…!

Terminada aquella campaña el inquieto Paredes entraría, otra vez, al servicio de los Borgia, supongo que el oro y el deseo de seguir peleando eran sobrados motivos para olvidar las viejas ofensas.
Ayudaría al famoso César Borgia a tomar las ciudades de Rímini y Faenza.
Pero los vaivenes de la intrincada familia volverían rápidamente a dejarlo en el paro, vagando por toda Roma y loquito por encontrase con alguno que le ofendiese para despedazarlo en singular combate.

Será la guerra entre España y Francia, a cuenta de las posesiones italianas, la que le de trabajo a Diego de Paredes, que sienta plaza como soldado entre las tropas de Gonzalo de Córdoba.
Una vez más la vida de estos dos hombres irrepetibles volvía a cruzarse.
Diego se destacaría durante la batalla de Ceríñola.

Poco más tarde, a orillas del río Garellano, a Gonzalo de Córdoba se le ocurrió gastarle una broma, una puya soldadesca entre camaradas, algún reproche del tipo:

- ¡Qué pocos enemigos mató vuestra merced durante la última batalla, don Diego...!- o alguna cosa parecida.

El caso es que 
cegado de rabia y de ira agarra un montante, que es un tipo de espada larga y ancha que suele manejarse con las dos manos, un arma pesada y temible del tipo de las que usaban los caballeros medievales.
Con el montante en ristre y una cara de mala leche que espantaba, Paredes se aposta en un puente estrecho sobre el río.
Al poco ve pasar una tropa de franceses a los que, de inmediato, reta a voces a ver si se atreven a cruzar el puente.
¡Si tenéis oeuf...! -les dice.

Unos mil gabachos se abalanzan enrabietados contra el puentecillo, pero lo estrecho del paso solamente permite el ataque de un hombre de cada vez. 

Los franceses se apiñaban contra el estrecho paso mientras con el montante chorreando sangre Paredes mataba, hería y mutilaba sin descanso.
Dale que te pego al mandoble se cepilla o deja mal heridos a más de quinientos enemigos.

Hasta artillería se ven obligados a emplazar los gabachos para intentar acabar con aquel loco del montante, que encima, para más recochineo, sería el último hombre en abandonar el puente que rebosaba de cadáveres.
Diego solamente se retiró cuando el refuerzo que había llegado en su auxilio logró convencerlo de que su cabezonería le llevaría a la muerte sin remedio y que lo del Capitán había sido solamente una broma, pardiez.

En el año 1502 los españoles estaban sitiados en la villa de Barletta.
El prolongado y tedioso asedio se veía interrumpido, de cuando en cuando, por desafíos entre caballeros, justas a la antigua en las que se detenía la pelea diaria y hasta se nombraban jueces y escribanos.
A Diego Paredes le temían los franceses más que a una vara verde, por eso, quizá conociendo que convalecía muy enfermo y herido, los caballeros franceses, aprovechando la circunstancia, plantearon un desafío a los españoles: once contra once en singular combate.
El desafío, faltaría más, se aceptó.

Gonzalo de Córdoba solicita a su mejor caballero que se prepare para el lance.
Diego que estaba enfermo de fiebres y con cagaleras, se levanta del jergón, agarra sus armas y se pone al frente de la hueste española.
Los franceses venían comandados por el no menos famoso Caballero Bayardo.
Había una tribuna engalanada y el campo del honor estaba delimitado por banderolas y piedras encaladas…

A un trompetazo los hombres se abatieron unos contra otros.
La lucha se tornó feroz y sangrienta, un español rendía su espada, había un francés muerto en el suelo y otro herido que se rendía también... 
Los demás gabachos se atrincheraron detrás de los caballos muertos para ofrecer una enconada y cabezona resistencia.
Pasaban y pasaban los minutos y las horas y no había un claro vencedor del combate.

Entonces los franceses que estaban atrincherados reconocen la valentía española y, argumentando que se estaba haciendo de noche, solicitan el final del combate.
Tras pocas deliberaciones todos los españoles aceptan, menos Diego, que rumiaba, un poco aparte del grupo y bufando como un búfalo.
Se le habían partido la lanza y la espada...

Los gabachos, arrogantes, se le reían a la cara y a Diego de Paredes se le saltaron los plomos.
De repente y como poseído por mil demonios echa mano a las piedras encaladas que delimitaban el campo del honor y empieza a apedrear a los gabachos -¡blong!, ¡blang!, ¡crock!, ¡ay mon dieu!-, hasta que los pomposos caballeros huyen despavoridos.
Creo que este fue el motivo por el que, pocos días después, otro caballero francés, Gaspar de Coligny, que se había llenado la boca despreciando a los españoles, prefirió la deshonra antes que acudir al desafío que el temido Paredes le había propuesto.

Acabada la guerra, vencidos los franceses y con el Gran Capitán de gobernador de Nápoles, Diego regresaría a España en el año1504.
Viajaba con la intención de que el Rey ratificase el título de Marqués de Colonetta que su, ya amigo, y general le había otorgado en premio por sus innumerables hazañas.

En la Corte se encontraría con la maraña de envidiosos, pisaverdes, lameculos, hipócritas e hideputas que siempre crecen como hongos alrededor de nuestros gobernantes, nobles enquistados, burgueses con aires de grandeza, avaricia, envidia y bajos instintos. 

Hasta al pobre Gran Capitán ponían de vuelta y media los parásitos, acusándole de mil perrerías y falsedades y aquello sacaba de quicio al noble Diego Paredes que, arrojado como era y sin temor alguno, amparado en su noble ideal, un día se le ocurrió interrumpir al monarca mientras rezaba.

Diego entró como una tromba en la capilla, se postró de rodillas ante el Rey, miró con desprecio a la piara de nobles que adulaban al monarca, y allí en medio, sin cortarse un pelo, les retó:

- ¡A ver quién es el guapo que tiene los huevos de acusar al Gran Capitán de lo que sea...!

Luego lanza, desafiante, el sombrero soldadesco a los pies de los nobles, pero claro, ninguno hace el más mínimo gesto de recogerlo. Entonces el mismo rey le pide que le haga la merced de esperarlo mientras acaba sus rezos.

Cuando acaba, recoge el chapeo de Diego y se lo entrega, ordenándole que se cubra.
Aquello era uno de los mayores honores, algo a lo que todos los hidalgos aspiraban, algo que estaba reservado a los Grandes de España.

Sin embargo Fernando también le despojaría del marquesado que tan honrosamente había conseguido.
Aquello amargaría tanto a Diego García de Paredes que, asqueado de todo, compraría una calavera, alistaría una tripulación y durante un año se hizo pirata por el Mediterráneo. 
Durante aquel año la nave de Paredes causaría espanto entre los turcos y los franceses.

En 1508 le conceden el perdón real, y se embarca en la expedición del Cardenal Cisneros para la toma de Mazalquivir y de Orán.
Al año siguiente estará también en Bugía y en Trípoli de la mano de Pedro Navarro.

En mil quinientos doce es Coronel de la Santa Liga y pelea en la batalla de Rávena, en la que morirá su hermano Álvaro, que había estado junto a él desde el principio de sus aventuras.
Para 1520, Diego de Paredes tiene cuarenta y siete años y fama y renombre en toda Europa.
Ese año peregrina a Santiago de Compostela en la caravana del Emperador. 

Durante la Guerra de las Comunidades permanece neutral en su pueblo.
Luego se incorpora de nuevo a los Tercios justo para la primera batalla de San Marcial y el asedio de Fuenterrabía.
Hay diversidad de opiniones sobre si estuvo o no estuvo en la batalla de Pavía, cuando la gran escabechina de franceses.
Creo que tan bravo soldado no dejaría pasar la oportunidad de acudir a tan señalada fecha.

Formaría parte de la escolta del Emperador durante su viaje por toda Europa.
Carlos le había nombrado Caballero de la Espuela Dorada y de regalo lo mandaría con los arcabuceros españoles que acudieron en socorro de Viena.
Diego llegaría hasta Hungría persiguiendo turcos.

En 1533 estaba de visita en la ciudad de Bolonia.
Un día jugando con unos críos sufre una mortal caída del caballo.
Hasta el final mantendrá la serenidad y sabiendo que se moría exclamó:

- “Quiso Dios que por tan liviana ocasión se acabasen mis días…”

Cuando le amortajaban los médicos y curas certificaron que su cuerpo estaba plagado de cicatrices.
Sus huesos serían trasladados a España en el año 1545.

Hoy en día reposan en la iglesia de Santa María la Mayor de Trujillo, la misma iglesia en la que también hay una enorme pila bautismal.
La misma que un día, Diego García de Paredes arrancó de cuajo del suelo para llevarla hasta su casa y que así, su madre enferma, pudiese persignarse con agua bendita.


A. Villegas Glez. 2012

Imagen: Diego García de Paredes












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